La esperanza es la razón de ser de la fe y el punto que equilibra el pesado peso de la angustia en el ser humano. En el mundo actual, tan convulsionado por la tragedia, la violencia, la corrupción, la mentira, el odio, la discriminación y otros sentimientos hostiles, la angustia se ha convertido en algo permanente y cotidiano; es un estado que no debería ser “normal”, pero que resulta inevitable ante tantos males cotidianos en la actualidad. La angustia nos lleva a dejar de pensar y de vivir en y para la esperanza, porque el efecto de la angustia nubla el futuro y nos obliga a ocuparnos de lo inmediato y urgente y no de lo trascendente.
Dice el filósofo coreano Byung-Chun Han que “… cuando uno tiene esperanza, confía en algo que lo trasciende. En eso se parece a la fe”. Yo creo que la esperanza es la razón de ser de la fe. La fe ayuda al creyente, al que tiene fe, a ser sostenido por algo distinto, algo divino. La fe es al presente lo que la esperanza es al futuro. Una lleva a la otra, una ayuda a la otra. Por eso, para poder pensar en el futuro, pensar en la esperanza, es necesario tener fe.
Ambos valores, la esperanza y la fe, son capaces de darle sentido a la vida de las personas. Ante un mundo lleno de miedo y un futuro tan incierto como indeseado, pensar en la esperanza y vivir en la fe es un ejercicio de todos los días que, además, ancla de estabilidad al ser humano en un mundo lleno de turbulencias.
La esperanza de la eternidad con Dios es algo más religioso y poco o nada filosófico. Esta esperanza es tan real en el marco de la fe, que miles de seres humanos definen su existencia con base en la esperanza. El que tiene esperanza, también tiene conocimiento sobre lo divino, sobre lo místico, sobre el más allá, sobre lo que viene después de esta vida, sobre lo que espera -de ahí la palabra esperanza- al ser humano tras su muerte.
La esperanza de la eternidad al alcance de la mano del ser humano motiva a los incrédulos contra los crédulos, a los gnósticos contra las religiones, a los escépticos contra los creyentes, a los mentirosos contra los hombres y mujeres de verdad, a los que quieren que todos piensen igual contra aquellos que han decidido ser los otros. El mundo entonces asume posturas maniqueas que dividen cuando no se acepta o no se reconoce al otro y sus derechos.
Frente a tanta angustia social, la tranquilidad personal llega a quienes encuentran la paz y la tranquilidad en el ser supremo, en lo divino, en la fe y en la esperanza.
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